Tribuna de opinión
En el quinto centenario del
descubrimiento del Pacífico
Panegírico al más entrañable de nuestros hombres de la epopeya americana
Historia en tres episodios
Por Antonio Rodríguez Muñoz
En una visita no hace mucho tiempo con otros compañeros del Programa de la UMEX a la ciudad de Jerez de los Caballeros, tuvimos la oportunidad de admirar sus magníficos monumentos entre los que destacaron las iglesias con sus esbeltas torres, algunos palacios, el imponente mirador en lo alto de la ciudad y otras cosas admirables. Pero lo que llamó más mi particular atención, fue la casa natal de Vasco Núñez de Balboa. No porque fuese un monumento arquitectónico (que no lo es) si no, porque al sentirme entre sus paredes, vino a mi memoria la historia de uno (sin duda el más universal) de los hijos de la ciudad templaria: Vasco Núñez de Balboa. El glorioso y a la vez desventurado descubridor de La Mar del Sur, y victima protagonista de uno de los dramas más tristes y vergonzosos de los comienzos del dominio español en el Nuevo Mundo. A su compañero de aventuras y también célebre Juan de la Cosa, por lo menos le cupo el más honorable fin de terminar sus días defendiendo su vida y acribillado a flechazos por los feroces indios urabaes, pero a nuestro memorable paisano, merecedor de la gloria y una vida en consonancia con su proeza, le tocó la ira y el rencor del odioso gobernador Pedrarias quien envidioso de la gesta del descubrimiento del Pacífico, lo odió a muerte. Cuando tuvo ocasión, lo condenó en un juicio infame a una muerte arbitraría e ignominiosa. Según creía él, Balboa se le había adelantado en el descubrimiento, quitándole el mérito.
A Balboa le cupo la doble gloria de haber alcanzado la inmortalidad y haberse ido de este mundo cuando la juventud todavía lo acompañaba. Su nombre y su joven figura serán recordados por toda la eternidad como el de Aquiles. El sanguinario gobernador le quitó la vida, y al hacerlo encumbró al joven descubridor al más alto estadio de la grandeza convirtiéndolo también en mártir.
En los años sesenta, cayó en mis manos un precioso librito sobre su vida escrito por un autor americano que despertó en mí un vivo interés por Vasco Núñez, y toda la corta pero fecunda vida de este hombre vino a mi recuerdo en su casa solariega, mientras la joven guía iba explicando los orígenes de la familia Arias de Balboa, la vida de nuestro personaje en su niñez.
Darién es un nombre sonoro que ha llegado hasta nosotros envuelto en una leyenda. Le tocó vivir un efímero tiempo de la colonización de América, pero se la conoce sobre todo por el singular momento cumbre del descubrimiento del Pacífico, por haber sido el trampolín para las exploraciones de Tierra Firme y por la influencia que siguió irradiando en el transcurso de la historia del continente, mucho después de su desaparición.
Fue la primera colonia que se estableció sobre Tierra Firme; la capital de un extenso territorio. Fue sede episcopal, y antes de que una epidemia de peste la diezmara, había llegado a tener tres mil habitantes. Fue el origen de todas las exploraciones desde Centro América a la Tierra del Fuego y su historia, un esbozo de los primitivos métodos coloniales para la conquista del Nuevo Mundo.
El protagonista de la historia de Darién, fue Vasco Núñez. En ella se dio a conocer el joven aventurero, quien se convertiría en uno de los personajes más destacados de todo el descubrimiento. El territorio y nuestro protagonista, forman una misma entidad, y no se contempla el uno sin el otro. Balboa figuraba entre los hombres de la armada que la descubrió y toda su existencia conocida, está ligada a esta tierra. Cuando Balboa desapareció, también lo hizo Darién, que no pudo sobrevivirle, y su capital Santa María del Antigua, fue abandonada volviendo poco después a formar parte de la selva misma. Su existencia había durado menos de veinte años; su clima insano, la difícil accesibilidad, la falta de tierras cultivables y otras inconveniencias, motivaron el traslado del Gobierno a Panamá.
Génesis…
Se sabe muy poco de los primeros años de la vida de Balboa. 1475 se tiene como fecha de su nacimiento si la confusa autoridad de Las Casas merece ser creída, ya que aparte de los intencionados juicios del “apóstol de los indios” éste anotó la fecha del nacimiento del descubridor muchos años después de haberlo conocido personalmente. Nacido en Jerez de los Caballeros, su padre fue D. Nuño Arias de Balboa, y su madre, una dama de Badajoz. La familia inmediata de nuestro personaje, era sin duda noble, aunque sin recursos ni influencia. De educación ilustrada conforme a su condición social. Parece ser que su patrón fue D. Pedro Puertocarrero, un noble instalado en Moguer. El entonces ambiente aventurero y febril de esta ciudad, motivaría a nuestro héroe a enrolarse en la expedición de Rodrigo de Bastidas para el Nuevo Mundo.
La dominación de España en América vino como resultado imprevisto de otro fin: el de la búsqueda de un camino más corto a través de occidente y en evitación de conflictos políticos con la entonces potente Portugal (que dominaba la vía del Sur descubierta por los lusos a través de la costa de África y el Cabo de Buena Esperanza) para alcanzar los ricos territorios de la India, China y Cipango (Japón). Colón tomó por Japón a la isla de Cuba cuando se topó con ella. En vez de suntuosos palacios, halló míseros bohíos; en lugar de hombres gentiles y damas de tez clara vestidas de seda, halló gentes de piel oscura que andaban desnudos y en un estado de desarrollo cultural apenas perceptible. Cuesta creer que la mente del almirante estuviera tan condicionada por la idea preconcebida de lo que eran las Indias, que nada ni nadie, ni siquiera la evidencia de lo que se mostraba ante sus ojos y que tanto difería de la fastuosidad y la opulencia descritas por Marco Polo, no pudieran hacerle comprender el despropósito. Tampoco el correr de los años, pudo hacerle rectificar el error de que no era el esplendido Este asiático a donde él había llegado.
Castilla tuvo su momento de suerte cuando Colón en su primer viaje fue a dar con aquel archipiélago de las Antillas y la fortuita casualidad vino también a favorecer a los Reyes Católicos y en definitiva al reino en general. La incipiente España estaba teniendo sin duda una racha de buena suerte. La prolongada adversidad de Castilla que se vino arrastrando desde tiempos de María de Molina había sido el impulso para la acción creadora con los jóvenes soberanos, y ahora estaba predestinada a ser la protagonista indiscutible de un nuevo rol imperial, propiciado por la fortuna de la excepcional calidad de su soberana y el gran momento histórico del descubrimiento.
En 1474 cuando Isabel subió al trono de Castilla y León, el reino era poco más que un puñado de “taifas” ingobernables. La nobleza campaba a sus anchas y medraba sólo en interés propio, con un Gobierno sumido en la anarquía y la bancarrota que afectaba por igual a su prestigio y al Tesoro. Algunos poderosos señores se aliaban con quien fuese y en contra de su señor natural para apoderarse del territorio por la fuerza. Los moros todavía estaban en poder del reino de Granada, y Portugal gravitaba sobre Castilla como una constante amenaza favorecida por las disensiones de la nobleza y en contra de los monarcas.
Los nuevos soberanos eran además de muy jóvenes, de escasos recursos económicos y nadie hubiera apostado entonces por la completa transformación para bien del reino de Castilla a la vista de unas perspectivas tan poco halagüeñas. Pero en el corazón y en las mentes de la real pareja, había afortunadamente algo más que buenas intenciones; la reina tenía una vitalidad y una capacidad de trabajo asombrosos, además de una excepcional inteligencia. Siempre, antes de tomar decisiones de cierta trascendencia, pedía a sus consejeros (hombres virtuosos) toda clase de informes, pero no siempre se dejaba llevar por ellos; a veces seguía su propio juicio después de haber escuchado a personas eruditas y doctas y por lo general casi nunca se equivocaba. Sin embargo y aunque no se les puede calificar de ingenuos, Isabel y Fernando también se equivocaron; la institución de La Santa Inquisición, pesa sobre ellos, así como el decreto de expulsión de 1492
Después del tercer viaje de Colón en el que descubrió el Golfo de Paria, renació el entusiasmo y el interés por la empresa del Nuevo Mundo. El Almirante intuía la proximidad del continente por la gran cantidad de agua fresca que endulzaban las aguas del mar en el Golfo de Paria. Él creía en la existencia de un gran río (el Orinoco) que no llegó a ver, pero que lógicamente no podía provenir de una isla. Tal cantidad de agua tenía por fuerza que venir de una cuenca hidrográfica muchísimo mayor.
La noticia rápidamente difundida despertó el interés de la iniciativa privada, único modo de explotar los recursos de los nuevos territorios. Surgieron cantidad de peticiones de licencias para explorar y las autoridades de La Casa de Contratación en Sevilla, pronto se vieron desbordados con tantas solicitudes. Una de ellas, fue la de Rodrigo de Bastidas, un escribano de Sevilla seguramente de espíritu aventurero quien intuyendo la aventura y la ocasión de enriquecerse, cambió la pluma por la espada. El contrato suscrito entre Bastidas y la Casa de Contratación, establecía las reglas en las que debían desarrollarse este tipo de viajes que tenían la doble intención de exploración y enriquecimiento. En estos convenios, se obligaba a someter las naves a una inspección al partir y a la vuelta; a llevar una especie de supervisor (veedor) de la Corona en cada barco, quienes debían inspeccionar todas las transacciones mercantiles. Todo el producto de estas expediciones debía ser entregado a los representantes de la Corona al regreso, quienes después de descontar la quinta parte para el rey, entregaban el resto a los socios de la empresa, que lo repartían después entre los armadores, el capitán y la tripulación. Bastidas fue nombrado capitán de la armada con plena autoridad y jurisdicción civil y criminal. La armada constaba de una nao, la Santa María de Gracia, una carabela, San Antón y un bergantín para los reconocimientos en las costas con poco fondo, así como también para remontar ríos
Después de navegar unas seis semanas tras pasar por Las Antillas, la armada de Bastidas en la que figuraba Balboa como joven escudero sin importancia, siguió rumbo Oeste hasta lo que hoy son las costas de Colombia. Difícilmente podría imaginar el joven extremeño que muy cerca de estas costas en Darién, habría él de representar uno de los más trágicos dramas del Nuevo Mundo. También entre la tripulación y como socio de Bastidas, se encontraba el experimentado cartógrafo Juan de la Cosa, quien ya había surcado esas aguas y había trazado mapas de las costas de Tierra Firme. Tampoco debía ser éste consciente del trágico fin que poco después y sobre este mismo escenario, le aguardaba.
No se sabe con exactitud la fecha del descubrimiento de Darién en el Golfo de Urabá. Se supone debió ser en octubre de 1501 La expedición de Bastidas no puede calificarse de verdadero triunfo; perdió todos sus barcos con toda la carga, excepto el oro, pero sirvió para demostrar la inmensidad de Tierra Firme y la existencia de metales preciosos, ricas maderas y tierras feraces. El tesoro traído a España a la vuelta de Bastidas, a quien acompañaba Juan de la Cosa, no era deslumbrante, pero servia como prueba de las riquezas del Nuevo Mundo. Bastidas y el cartógrafo, fueron festejados a su regreso, por haber realizado tan importante trabajo, y fueron también recompensados económicamente con una pensión vitalicia cada uno de ellos.
Después de la campaña del golfo de Urabá en la armada de Bastidas, Balboa se había establecido en la Hispaniola. A falta de otras expediciones en las que participar como soldado de fortuna, se dedicó a la cría de cerdos que dada la gran demanda de tocino en la colonia, era un negocio rentable. No obstante contrajo deudas y acuciado constantemente por sus acreedores, se consumía contemplando cómo otros compañeros prosperaban en el más digno y rentable oficio de las armas. Transcurría 1509 y recluido por las deudas dejaba pasar los días deambulando por Santo Domingo consumido por el deseo de salir de aquella isla, y ajeno a que el destino envuelto en gloria y tragedia, le estaba aguardando a la vuelta de la esquina.
El 13 de septiembre de 1510 partía de Santo Domingo una nueva armada al mando del bachiller Enciso con destino al Golfo de Urabá. En ella se habían enrolado 150 reclutas debidamente registrados. Con las dos naves ya mar adentro y navegando con buena brisa, no podía el capitán sospechar que llevaba polizones a bordo. Se trataba de dos: Vasco Núñez de Balboa y su perro “Leoncico” que ayudados por un amigo, burlaron los corchetes de vigilancia embarcando metidos dentro de un barril de harina. Otro procedimiento de embarque hubiera sido imposible, dada la estrecha vigilancia que las autoridades de la isla tenían sometido a los barcos. Con el paso de las horas y cuando Balboa guiado por el ruido de la mar batiendo sobre el casco de la nao y el ajetreo de la marinería sobre cubierta intuyó que estaban bien lejos de la isla, salió de su oscuro escondite, y se presentó al capitán. Enciso se sintió burlado y puesto en ridículo por el polizonte y llegó a decir que Balboa había incurrido en pena de muerte y que debía ser abandonado en la primera isla desierta que se encontraran por el camino. Podemos imaginar el cuadro; tuvo que haber sido una escena verdaderamente teatral. Balboa alto y pelirrojo en posición de firmes sobre cubierta, con el perro a su lado; frente a él, el capitán afectando estar muy enfadado; la oficialidad detrás de su jefe con caras de circunstancia; la tripulación apelotonados en popa escuchando atentamente, y Enciso desbordado en violenta diatriba contra el extremeño. Un escenario digno de Hollywood, con el viento fresco de la mañana hinchando las velas de la nave y acariciando los rostros de los testigos bajo un cielo turquesa sobre el azul cobalto de las olas del Caribe.
Algunos entre la tripulación hablaron con valentía en defensa del polizón señalando a Enciso que el valor de su utilidad como experimentado soldado, no debía despreciarse. Además hicieron notar al novato capitán que el joven soldado conocía las costas de Tierra Firme (donde se dirigían) como los pasillos de su casa, por haber estado antes allí con Bastidas. Ante estos argumentos, a falta de una isla desierta y guardando la compostura simulando estar muy indignado, el bachiller al final de aquella grotesca representación admitió a Balboa y al can entre su tropa.
Continuará en el próximo episodio
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