El aciago episodio de Doña Inés de
Castro
Por Antonio
Rodríguez Muñoz
El año pasado, en Talleres de la UMEX iniciamos las clases de
primer curso de lengua portuguesa con una joven profesora que con su
profesionalidad y un alto sentido del trabajo bien hecho, pronto nos interesó a
todos en la materia que imparte. Durante
los días que duró el curso no sólo nos enseñó el idioma, sino que también nos
instruyó en su aspecto filológico, así
como en nociones sobre cocina portuguesa
y otras cuestiones inherentes al modo de vida y costumbres del país hermano. Este
año en Talleres, hemos iniciado el segundo curso de portugués con la suerte de
volverla a tener como profesora. Ella tiene la rara habilidad de seducirnos con
el amor que pone en su labor. Se llama Susana Alves.Con ella hemos descubierto
la gran utilidad del idioma portugués para la literatura y la poesía.
Un día la lección consistió en la lectura y después el
comentario del trágico episodio de don Pedro de Portugal y doña Inés de Castro,
y aquí pudimos conocer el apasionamiento que los portugueses sienten por este
acontecimiento de la Historia. Ellos, que siempre mostraron cierta reticencia a
las uniones matrimoniales de sus reyes con princesas españolas, -de ahí lo de:
“de Espahna ni bom vento ni bom casamento”- sin embargo están encantados con
esta unión entre el infante portugués y la noble dama de Castilla que dio lugar
a uno de los más bellos y trágicos romances de la Baja Edad Media. Tuvimos la
impresión de que todos ellos aman apasionadamente la figura de esta exquisita
mujer, tal vez por encarnar con
su
juventud y belleza al más genuino emblema de la inocencia,
a la vez que representar para el pueblo llano
con el proceso llevado a cabo por su marido contra sus matadores, el más supremo
acto de justicia
contra la omnipotente y
odiosa nobleza de aquel tiempo. Y de esta observación, nació el propósito de
escribir
sobre este trágico drama
medieval como algo que puede ser de interés para los lectores de Aula Magna.
Inés en la casa del infante don Juan
Manuel
Poco se conoce de doña Inés de Castro hasta que la hallamos
en la casa de su allegado el infante don Juan Manuel.Viviría probablemente su infancia en Galicia, aunque
no hay datos de su existencia hasta que la encontramos incorporada
a la casa de este ilustre personaje.
Don Juan Manuel era de regia estirpe: nieto, sobrino y primo
de reyes, bravo hombre de armas, intrigante político y excelente escritor que
nos dejó una docena de libros –algunos perdidos- de gran valor, sobre todos ellos
el titulado “Libro del Conde Lucanor”,que dio lugar
en Europa al nacimiento de la novela. En este
libro, en el “Enxiemplo XLV” “De lo que aconteció a un mancebo el día que se
casó”, hallamos
el relato que propició
junto con el falso Quijote de Avellaneda los dos más famosos plagios de la
literatura europea. La obra de don Juan Manuel fue plagiada tres siglos después
de haberla escrito, nada menos que por Shakespeare que se sirvió de ella para escribir
su obra “The Taming of the Shrew.” Este gran varón del medioevo reunía en su
persona las condiciones más insignes para ser considerado como ejemplo de
la
más alta valía
por concurrir en él las cualidades de bravo
guerrero, varón de estirpe noble y
hombre de letras.
Al amparo y protección de tan magnánimo señor, creció y se
educó doña Inés como dama de compañía de doña Constanza, hija de don Juan
Manuel. Al lado de Constanza tuvo Inés la más exquisita educación para una dama
noble de aquel tiempo. Junto a ella aprendió letras, música, labores,
el arte de la cetrería y todo lo propio para
la formación de una dama destinada a ser un día la esposa de un alto varón.
Doña
Constanza, pieza clave en los manejos de su padre
Doña Constanza, como cualquier dama de su alcurnia, estaba
sujeta a ser utilizada como otra pieza más que su padre el infante tuvo que mover en el tablero de los manejos del tejer y destejer de la azarosa
política entre los reinos peninsulares. En uno de esos acuerdos que hizo con el
rey Alfonso XI, se concertaron las bodas de este rey con doña Constanza. El rey,
antes de los esponsales, cambió de opinión y se prometió con una infanta
portuguesa más ventajosa: doña María de Portugal. Pero don Juan Manuel no era
hombre dispuesto a tragarse ese sapo y en el mismo tablero movió ficha y acordó
las bodas de doña Constanza, esta vez con el infante don Pedro, hijo y heredero
del rey Alfonso IV de Portugal, acuerdo muy ventajoso también para las maniobras
de don Juan Manuel.
Doña Constanza, ante la perspectiva de verse sola en tierra
extraña aunque fuese a ser un día soberana de ese reino, suplicó a Inés que no
se separase de ella. Y un día emprendieron el viaje hacia tierras lusitanas
desde el castillo de Peñafiel. A su llegada a Portugal, la
comitiva castellana con doña Constanza a la cabeza y acompañada de su inseparable
amiga, fue recibida por la nobleza portuguesa, liderada por el gallardo infante don Pedro.
En el mismo instante del encuentro, al infante le bastó una
furtiva mirada para quedar hechizado, traspasado de amor por la mujer que el
destino le había cruzado en su camino. Pero no fue por doña Constanza, fue la
blancura de la tez de Inés, el rosa puro de sus mejillas, la nitidez de sus
azules ojos, su exquisito talle, el suave gesto y su angélica apariencia lo que
hizo que don Pedro sintiera todo su ser invadido por una fuerza subyugante en
el más apasionado sentido, desde el momento del encuentro. A don Pedro la poderosa
fuerza atractiva que Inés ejercía sobre él, le era incontrolable. Se sentía tan
cautivado que tuvo que hacer un terrible
esfuerzo para no desatender a su prometida doña Constanza.
Dividido entre el amor y la obligada
lealtad conyugal
Don Pedro nunca apartó los ojos de doña Inés. Ella se sentía
acosada por él. No sabemos cuánto tiempo duró este acoso ni cuánto la
resistencia de ella. Don Pedro era un
hombre casado con la mujer a quien Inés debía lealtad y respeto. Inés se sintió
perdida cuando el asedio de don Pedro arreció. Presentía su desgracia, y todo
se le volvió crudo e inhumano; todo menos el amor que aquel hombre enajenado sentía
por ella. O puede que se rindiera ante la inútil lucha contra aquella corriente
impetuosa que ella también sentía. Hubo notas insistentes, complicidades de
amigos, encuentros furtivos… hasta que un día por fin Inés fue más débil y don
Pedro más atrevido y más loco. El caso fue que ella, aunque tal vez resistiéndose
a aquel amor, se convirtió en amante de don Pedro. Por más que procuraron la
clandestinidad de su amor, el secreto pronto llegó a oídos de doña Constanza.
Ella, confiada o incrédula, tardó en aceptarlo. Quizá advirtiera la doble
traición de su marido y su otrora fiel amiga, pero como la ascendencia de su
noble sangre le dictaba, prudentemente calló, concibió y tuvo su primer hijo.
Pero el niño murió a los pocos días.
Mientras tanto el amor indestructible de doña Inés y don
Pedro seguía ardiendo en vivas llamas entregados el uno al otro abandonados a
sus sentidos. Eso no impedía al infante cumplir con las obligaciones conyugales
necesarias
con doña Constanza, y esta
tuvo a su segundo hijo. Esta vez dio a luz a un sano varón que vivió, creció y
llegó a ocupar el trono, pero la madre murió a resultas del parto sin haber
perdonado ni tampoco haber reprochado nunca a Inés su traición.
Los juglares siempre fantasiosos y subliminales cantaron por
todo el reino la pena del infante por la muerte de Constanza, pero no hay pena
ni congoja por más honda que pueda ser que el tiempo no evapore; el dolor de
don Pedro si es que lo hubo, no duró mucho. Acabados los duelos oficiales, don Pedro
se llevó a Inés para ocultar su amor a un palacio en Coimbra y tomó la
determinación de casarse con ella en secreto. Tan hondo era el amor que sentía
por aquella deidad de dorados cabellos, que quería dotar a su amada de toda la
autoridad que le permitiera
sentarla un
día de su mano junto a él
en el trono
como reina de Portugal.
Los esponsales tuvieron lugar reservadamente
en Braganza ante un reducido grupo de amigos.
Bendijo la unión el obispo de Guarda y quedaba así mediante este sacramento
lavada la culpa, y consagrado un amor que no tuvo fin. Quedó sosegada Inés en
el plácido letargo de su espíritu, como si su alma hubiese sido liberada de un
infierno al que su otrora adúltera unión con don Pedro la había tenido sometida
y en esa dulce calma se abandonó a sus ilusiones.
Proyecto de boda del rey Alfonso IV
para el infante don Pedro con una infanta de Navarra
El rey don Alfonso IV, cargado de años, estaba obsesionado
con la seguridad de la sucesión al trono, y un sólo heredero, el hijo de doña
Constanza, no bastaba. En aquellos tiempos nada podía asegurar la vida de una
criatura; cualquier mala influencia de un aire podía apagar una vida en sus tiernos comienzos
como un soplo de viento apaga la llama de una vela. Y de esa preocupación del
rey nació el pensamiento de un nuevo matrimonio para
don Pedro. El rey trató la boda de su hijo con
una infanta de Navarra, doña Blanca; una firme baza para sus planes contra
Castilla. Don Alfonso no era ignorante de que su hijo tenía en Coimbra a doña
Inés, pero no sabía más, al fin y al cabo, a un futuro rey no le podían
estorbar sus amantes, e ignorando el compromiso de Inés y Pedro continuó las
negociaciones con Navarra.
Cuando doña Blanca llegó a Lisboa fue recibida con la ciudad
engalanada para nuevas nupcias. El rey creyó lograda con éxito su jugada
política, pero el infante rechazó la razón de estado de su padre y no hizo acto
de presencia.
Sin dar la cara escurrió
el bulto y pretextando tener otros asuntos abandonó la ciudad sin querer saber
que aquellas fiestas eran las de sus propios esponsales. Doña Blanca, educada
para soportar estos desaires y obedeciendo a razones políticas, soportó el
menosprecio durante meses, hasta que su paciencia llegó al límite. Aún sabiendo
que estaba forzada al servicio de supremos intereses, acabó quejándose al rey.
Don Alfonso, apremiado por las quejas de la de Navarra, inquirió a su hijo y
este no tuvo más remedio que confesar el capital impedimento de aquella boda:
la suya con doña Inés.
La ira del rey
Alfonso montó en cólera, se sintió ultrajado pero en ningún
modo vencido. El soberano pensó que lo de don Pedro y doña Inés podía
arreglarse. Sería cuestión de tiempo, de poco tiempo, conseguir que el Papa
invalidara ese matrimonio y se puso manos a la obra. Por de pronto mandó
encerrar al obispo de Braga, ya que pensaba que la cabeza del prelado sería la
garantía de todo éxito en esta maniobra. La infanta doña Blanca, a todo esto, se
había vuelto a Navarra harta de tanto plantón.
El encierro del obispo de Braga no era muy seguro, ya que
logró escapar y salir del reino camino de Roma, donde pensaba ante el mismo Pontífice
confirmar la legalidad del enlace de los dos enamorados a la vez que denunciar
al mismo Papa el sacrilegio de su prisión, las amenazas y el intento de asesinato
por decisión del rey Alfonso. Este, ante la fallida artimaña de la anulación
del matrimonio de su hijo, buscó por otros medios terminar con esa unión, y
encontró el modo de hacerlo en el ofrecimiento de sus caballeros más próximos:
Diego Lopes Pacheco,
Pedro Coelho y
Alvar Gonzales, fueron llamados a consulta y los tres se ofrecieron al rey para
la solución. Fugado el obispo y no pudiendo tomar represalias contra don Pedro,
no había más que una víctima, esta no era otra que Inés y contra ella no cabían
composturas, ni destierros, ni prisiones ni conventos.
La tragedia de Inés
Los tres “caballeros” del rey, Coelho, Alvar Gonzales y
Pacheco, muy dispuestos y determinados a brindar al rey la única solución
posible, volvieron a ofrecerse, y bastó la inhibición del monarca diciendo: “en
vosotros me salvo, Dios me salve” para dejarlos hacer. Les faltó tiempo para cabalgar hasta donde dormía
Inés y traspasar con sus puñales aquel cuerpo de alabastro. Allí quedó Inés sin
vida, desangrada por las innumerables heridas. El infante recibió la amarga noticia y
corrió al encuentro de lo que quedaba de su idolatrada esposa. Don Pedro,
abrazado al cuerpo inerte y frío de Inés, lloró de desesperación y,
contemplándola con infinita ternura, juró ante Dios tomar venganza y coronarla
un día Reina de Portugal.
El infante se alzó en armas contra su padre a quien consideró
su peor enemigo, y cabalgando con tropas leales, desde el Miño avanzó hacia el
sur. Tomó la ciudad de Oporto y al mando de sus tropas se dispuso después a
tomar Lisboa. El Rey, ante el impetuoso avance de su hijo, vio todo el reino
devastado, sus hombres
prisioneros,
muertos o pasados al bando contrario y tuvo que pedir treguas. Poco después, el
viejo Rey, agotado por tantas adversidades, murió. Pacheco, Alvar Gonzales y
Coelho, quienes por la causa del rey habían vertido la sangre de la inocente
Inés, viéndose sin la protección real y con sus propiedades asoladas por Pedro,
huyeron a Castilla para salvar cuanto menos la vida.
El obispo de Braga había vuelto de Roma con una bula del
Papa proclamando la legitimidad del matrimonio de Pedro e Inés. Cumplido este
objetivo, el infante pasó al otro asunto todavía sin resolver: las cuentas
pendientes con los asesinos de su diosa. Los tres vivían bajo la protección del
rey de Castilla, Pedro I El Cruel – para otros El Justiciero-.
Ciertos miembros de la nobleza castellana,
enemigos del rey Pedro I de Castilla que habían pedido asilo en Portugal, fueron
reclamados por este al ya proclamado Rey de Portugal, también llamado Pedro I.
Hubo negociaciones y el portugués consiguió el canje de los castellanos por los
asesinos de su esposa. Perdió un hombre en el trueque, Pacheco, quien avisado a
tiempo logró huir a Francia disfrazado de mendigo.
Ante la supervisión del Rey don Pedro se dio tormento a los
dos reos, quienes confesaron haber matado a Inés por requerimiento del rey
Alfonso. La sentencia fue terrible. En un patíbulo levantado en la plaza mayor
de la localidad, para que nadie pudiera perderse el espectáculo, Pedro les hizo
arrancar el corazón a ambos, a Coelho por el pecho y a Alvar Gonzales por la
espalda. Luego sus cadáveres fueron quemados y sus cenizas dispersadas al
viento.
La macabra ceremonia de la coronación
Quedaba sólo un último trámite: el cumplimiento de la
promesa hecha por Pedro ante el cadáver de Inés de ser coronada reina.
Convocadas las Cortes, declaró el Rey su voluntad de que el cuerpo de Inés
fuese sacado de su tumba en el convento
de Santa Clara, fuese vestido con galas de reina, fuese coronada y sentada en
el trono junto a él. Y cuando hubieron colocado en el trono el putrefacto
cuerpo, mandó a toda la Corte besar la descarnada mano de Inés en señal de
acatamiento como soberana de Portugal. Después de cumplida esta obediencia, fue
colocado el cadáver en una carroza real
y llevado al monasterio de Alcobaça, acompañado de lo más granado de la nobleza,
las damas vestidas de negro y los caballeros cubriendo sus cabezas con capuchón
en señal de duelo, acompañando la comitiva cien mil hachas encendidas portadas
por hombres del pueblo, a lo largo del camino.
Inés reposa desde entonces en el monasterio de Alcobaça
, dentro de un prodigioso mausoleo esculpido en
mármol por mandato de su esposo. Y allí esperó la llegada de su amado Pedro,
donde otro fastuoso mausoleo le estaba esperando junto a ella.