El alma de los pueblos
Encuentro inesperado con un pueblo imaginado de la adolescencia
Por Antonio Rodríguez Muñoz
Todos los pueblos tienen la singularidad propia que el carácter de sus habitantes les confieren a lo largo de la historia, la huella o impronta que van dejando en ellos en el tránsito por la vida. Es como un acumulo de obras realizadas en ellos por cada generación, que prevalecen como vestigio indeleble de su gente, lo que va modelando su cuerpo y su alma; porque como un ser animado, es dotado del espíritu que conforma su propia identidad. En lo relativo a su apariencia, lo que llama la atención del viajero cuando lo avista en la lejanía, es decir, lo que a primera vista hace que un pueblo nos parezca particularmente interesante, viene determinado unas veces por la necesidad práctica de sus vecinos; otras por el contorno del paisaje que lo rodea, o la prosperidad económica de sus habitantes; pero es el buen gusto en general de su gente sobre todo, lo que les confieren ese perfil que a veces llama tanto nuestra atención. Hablar de ellos, es como si tratásemos de definir la personalidad de cada uno de nosotros.
Cualquiera ha sentido alguna vez curiosidad cuando divisamos un determinado pueblo a lo lejos mostrándose como algo enigmático, como un ente vivo tendido en la llanura y nos hemos sentido atraídos por él como si la torre del campanario o la imponente mole oscura de su iglesia estuvieran llamando nuestra atención cuando vamos de paso hacia otra parte. No dejamos de preguntarnos cómo vivirán sus habitantes; cómo se las arreglarán para ganarse la vida, ante la vista de un medio rural que a veces nos parece demasiado pobre y hostil como para que nadie pueda obtener recursos de él, y cosas por el estilo.
A principio de los años sesenta teníamos que viajar algunas veces de Cáceres a Badajoz en un autobús que cubría la línea entre las dos capitales. Creo recordar que la empresa se llamaba “Caballero Quevedo” En Badajoz la parada estaba en el Campo de la Cruz y en Cáceres en Camino Llano. Algunos fines de semana veníamos a pasarlos a Badajoz, y luego volvíamos los lunes por la mañana a Cáceres. El autobús paraba en La Roca de la Sierra unos cinco o diez minutos. Una viajera asidua de todos los lunes era la maestra del pueblo que volvía a su trabajo desde Badajoz después del fin de semana. Esos cinco o diez minutos cuando unos viajeros se apeaban y otros que tenían que subir despedían a sus acompañantes mientras el ayudante del chofer cargaba en la baca algunos bultos, eran como algo mágico contemplando el pueblo en las heladas mañanas invernales a través del cristal de la ventanilla. La escena desde la parada del coche de línea era de postal navideña a esa hora temprana de la mañana, con el pueblo envuelto en la luz fría del amanecer; sus tejados blanqueados por la helada, con las chimeneas soltando un humo que ascendía en lentas volutas casi verticales. El espíritu inquisitivo de uno no dejaba de imaginar a las familias dentro de sus casas; las fumarolas elevándose por entre el denso aire, anunciaban la actividad de sus moradores inmersos ya en el trajín de esa primera hora del día preparándose para la jornada: La señora de la casa aviando el desayuno, los niños preparándose para el colegio, el padre de familia disponiéndose para ir al campo… La panorámica que teníamos de la población, era lo que se podía ver desde la parada del coche: La entrada al pueblo por la calle que quedaba enfrente, algunas tapias y los tejados de las casas con la iglesia destacándose entre ellos; lo demás, lo suplía la fantasía imaginando la plaza, la iglesia, el ayuntamiento… ya que nunca llegué ni siquiera a bajar del autocar en todas las veces que hice el trayecto, por consiguiente mi conocimiento del pueblo no era otro que lo que veía desde mi asiento del coche, aunque mi inventiva trabajara por su cuenta componiendo castillos en el aire y creando la ilusión de un pueblo encantador.
El recorrido entre Badajoz y Cáceres, lo he realizado muchas veces desde entonces, y aquel recuerdo primigenio, conservó siempre todo su valor aún al cabo de tantos años. Siempre que pasaba por La Roca, me asaltaba la misma incógnita que no provenía más que de la esperanza vaga por hallar un hipotético e imaginado lugar, mezclada con una gran curiosidad producida por la ficción de la adolescencia y que suscitaba la pregunta: ¿Cómo será este pueblo por dentro? El pueblito que tanta curiosidad provocaba en mí.
Un día de finales de abril de este año tuvimos la oportunidad de ir a La Roca con ocasión de una marcha por su término campo a través que organizaron los compañeros Nicolás Castaño, Tany García, y alguien más del grupo de Caminantes Libres. El autocar nos dejó a la puerta del bar donde desayunamos. Después, como disponíamos de unos minutos antes de la marcha, nos acercamos a visitar la iglesia y el pueblo. La iglesia resultó ser preciosa; una verdadera joya; el espacio entre el templo y las casas de la plaza, cumple la proporción correcta para poder ser admirado sin estorbo desde cualquier punto; el pueblo con cierto empaque señorial, digno de verse, y yo muy satisfecho por haber desentrañado su misterio que tanto me intrigó en otro tiempo. Al final de la visita, todos los que desconocían el lugar, quedaron tan impresionados como yo mismo.
La marcha por el campo comenzó a eso de las once con dos itinerarios; uno para los que calzan botas de “siete leguas” y otro más corto para los que lo prefieren un poco más cómodo. Ambos estaban ya señalados en sendos mapas (que se repartieron por grupos) y también sobre el terreno por una persona natural de La Roca que nos fue de mucha ayuda, ya que además de conducirnos, nos iba ilustrando por el camino. También dispusieron un coche de emergencia para el caso. El punto de partida estaba situado a las afueras del pueblo al pie de la carretera, e inmediatamente nos adentramos en la campiña.
Empezamos a caminar por un terreno delicioso que se parecía mucho a un campo de golf pero con árboles; con suaves pendientes que discurrían a través de un suelo algo blando todavía por las lluvias de la primavera, sombreado por centenarias encinas de troncos poderosos. De vez en cuando la naturaleza nos regalaba la vista con redondeadas moles de granito que aquí llamamos canchos, de figuras caprichosas tapizadas de líquenes y rodeadas de manchones de majuelos florecidos. Los arroyos que serpenteaban por el paisaje, corrían todos alegres formando charcos alfombrados de ranúnculos de flores blancas. Al cabo de media hora o así de haber echado a andar, el guía llamó nuestra atención para que viésemos una fuente natural que brotaba con un agua clara y fresca entre las peñas. El manantial tenia que ser muy antiguo, porque la pileta que recogía su agua, era una obra hecha por el hombre de traza sencilla y antiquísima. Nosotros marchábamos como encantados por semejante paraíso, con la comitiva de caminantes ascendiendo y descendiendo las leves pendientes en un sube y baja que se parecía un poco a la “ola marina” de la feria a marcha lenta. Íbamos pisando flores que crecían entre la verde hierba como si estuviésemos en la procesión del Corpus. El guía otra vez nos volvió a llamar para que viéramos esta vez un ejemplar de Terfecia arenaria (criadilla de tierra) que encontró por el suelo entre unos matojos. Seguimos nuestro caminar. Al cabo de más de una hora terminamos de andar por terreno ondulado para salir a un valle por donde transcurría un precioso camino muy llano, con un piso de arena comodísimo. Continuamos por este camino que nos llevó a unos antiguos molinos que habían sido restaurados por el municipio recientemente. Hay que alabar el tacto y buen gusto con el que se llevó a cabo esta recuperación. Quien quiera que haya sido el responsable, reciba desde aquí nuestra más cordial felicitación por un trabajo tan bien hecho. Allí estuvimos contemplando aquella maravilla y echando unos tragos de la bota de Tany para seguir después la marcha, que terminó al poco rato en una especie de campamento de verano con unas instalaciones a modo de chozos grandes hechos de obra muy logrados, con toda clase de servicios tales como mesas con asientos de madera, fogones para las paellas y barbacoas, duchas, bar etc. para pasar un estupendo día con la familia. Desde este lugar nos trasladamos con el autobús al restaurante a las afueras de La Roca.
Ésta fue en resumen, mi revelación del pueblo enigmático de la adolescencia. Qué lejos estaba yo de imaginar que mi encuentro con él iba a ser tan placido y agradable; tanto el pueblo en sí como los campos que lo rodean, son una verdadera maravilla. Hay que decir para orgullo del pueblo de La Roca de la Sierra, que todo ese inmenso terreno en forma de edén por donde discurrió nuestra marcha, es un bien comunal, un privilegio concedido por la Corona en la Baja Edad Media cuando su término fue desgajado de la demarcación territorial de Badajoz para dotar de tierras al nuevo municipio de La Roca de la Sierra, y que sus vecinos, no solamente han sabido conservar desde entonces, lo que de por sí es ya una proeza, (Badajoz perdió la mayor parte del suyo para siempre arrebatado por la nobleza en el siglo XV) si no, que mediante una sabia labor, lo han cuidado y lo han convertido a lo largo del tiempo en ese jardín encantado que parece en primavera. ¡Enhorabuena a todos los “roqueros”!
Esta jornada por el campo con los compañeros del Programa tuvo que haber sido particularmente memorable para todos, por coincidir en ese día las circunstancias especiales de un día de sol glorioso, una temperatura deliciosa, un paraje de ensueño, y una organización siempre perfecta llevada a cabo por unos compañeros con una gran facultad para darse a los demás; un alto sentido de la responsabilidad y una manifestación elevada del espíritu humano que hace que todos los que amamos estas cosas vivamos esos momentos tan felices y necesarios en el transcurso de nuestros días. Hay que agradecerles sinceramente esa constante disposición que muestran hacia todos nosotros dedicándonos su trabajo y su tiempo cada vez que tienen que organizar uno de esos viajes.
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