Un paseo por el Acueducto de las Herrerías
El Club del Caminante emprende ruta a través de un antiguo canal, pero las vicisitudes del camino nos dieron ocasión para conocer la hospitalidad de Campillo de Deleitosa
*Por Antonio Rodríguez Muñoz
El 27 de octubre pasado tuve la
suerte de juntarme con los miembros del Club del Caminante de Badajoz para
andar la ruta del Acueducto de las Herreras. El acierto se lo debo a la
compañera Guadalupe Martínez del segundo curso del programa de la UMEX que fue
quien me sugirió la idea de unirme al grupo, lo que le agradezco sinceramente
porque gracias a ella viví una experiencia preciosa que ha pasado ya a engrosar
ese cúmulo de vivencias que conforman el archivo de nuestros más hermosos
recuerdos.
Me uní a ellos sabiendo que el
objetivo era de caminatas por el campo y de convivencia con gente nueva. Y
estas cosas por ellas solas me
parecieron dos componentes perfectos para no sentirse uno tan solo. Aquel
domingo por la mañana a la hora de salir de Badajoz, la primera impresión al
subir al autobús y ver tantas caras alegres dirigiéndome sonrisas, fue la
premonición de que el día prometía romper la monotonía de esa corriente de días
insulsos y anodinos a los que uno está habituado, y con ese esperanzador
presentimiento iniciamos el viaje hacia
la comarca de Los Ibores.
Estas marchas por el monte tienen
siempre un componente de aventura que las hace muy atractivas para un espíritu
inquieto y visionario con atisbos de explorador al estilo de los viajeros del
siglo XIX que a muchos de nosotros nos hubiera gustado ser. Aunque ya nada
queda por descubrir, no cabe duda de que esta clase de andanzas satisfacen
generosamente esa demanda por indagar en lo desconocido que el espíritu de niño que aún prevalece en
nosotros nos reclama de vez en cuando. Esta vez nosotros tampoco íbamos a
descubrir nada nuevo para la ciencia, pero resultó que íbamos a ser los
primeros en andar una ruta preciosa, llena de rincones bonitos, y no exenta de
lances aventureros por un terreno no abierto todavía para el caminante y por consiguiente
de cierto interés seductor por ser una primicia.
Llegados a Campillo de Deleitosa
donde nos dejó el autocar, ya estaban
esperando por nosotros unos guías del lugar que nos iban a acompañar. El pueblo
es pintoresco, algo pequeño; según
dijeron lo habitaban 160 familias, la mayoría personas jubiladas. Lo primero
que hicimos antes de iniciar la marcha fue rendir visita a la iglesia,
invitados a ello por uno de los guías.
Después nos dividimos en dos grupos para
alcanzar por distintos caminos la presa de agua donde da comienzo el Acueducto
de las Herrerías, e iniciamos la marcha por un terreno con leves pendientes de
agradable caminar. El guía que acompañaba a nuestro grupo era una persona
simpática y parlanchina. Este hombre resultó ser una especie de cronista por la cantidad de historias sobre el pueblo y su gente que nos contaba por el camino.
El guía en vez de ir en cabeza
liderándonos, se paraba a cada rato para contar una historia. Algunos de entre
el grupo, algo cansados ya de oírlo, seguíamos caminando mientras él se paraba
para narrar otra crónica. Nosotros algo distanciados en la delantera, nos teníamos que detener en cada bifurcación y
esperar la indicación del líder para no tomar el camino equivocado, así que
avanzábamos poco, pero seguíamos caminando. A la hora o así de haber empezado a
andar oímos voces de los más atrasados que nos decían que teníamos que dar la
vuelta. El guía nos dijo que íbamos a cambiar el camino que llevábamos por otro
mejor. Pero la verdad fue que se había confundido de camino. Total que tuvimos
que desandar unos cuatro kilómetros, y algunos empezamos a sentir que la cosa
no iba bien porque tener que desandar el camino, desmoraliza mucho; sobre todo
pensando en el otro grupo que nos llevaban más de una hora de ventaja. Para
intentar recuperar algo del tiempo perdido, nuestro hombre nos hizo trochar cuesta
arriba por una pendiente bárbara de aproximadamente el treinta por ciento donde una compañera se dislocó un tobillo y hubo que ayudarla a subir
aquella cuesta para evacuarla con un coche al pueblo. Esto nos hundió aún más y
empezamos a perder la confianza en el guía, pero nos dimos ánimos unos a otros
y nos repusimos un poco. Después de este contratiempo seguimos caminando al
encuentro del otro grupo de compañeros. Dos horas y media más tarde nos encontramos
con ellos, los cuales estaban cansados ya de esperar por nosotros, y juntos
reanudamos de nuevo la marcha hacia la cabecera del acueducto.
El objetivo principal consistía
en visitar y caminar por dentro de un antiguo canal que suministraba agua a una
antiquísima herrería que según aseguraban los guías databa de la Edad Media, y
posteriormente a finales del siglo XIX empezó a abastecer a tres pequeñas
centrales hidroeléctricas que estuvieron en funcionamiento desde 1897 hasta 1969 cuando comenzó el suministro de
energía eléctrica por parte de la empresa Iberduero. La vieja infraestructura
hidráulica se encuentra en desuso por tanto desde 1969. Aunque el periodo desde
su abandono hasta hoy parece muy corto en relación a la edad total de la obra,
el deterioro producido en este corto espacio de tiempo es notorio, con trozos
de las paredes del canal desprendidos, y el revestimiento de argamasa, desconchado
en algunas partes.
Cuando llegamos a la presa, esta
estaba en el fondo del barranco por donde discurría el río. Hubo que bajar a través
de una enorme rampa que nos separaba del río, agarrándonos a las matas y
arbustos para no salir rodando cuesta abajo. Las mujeres siempre más prácticas que
nosotros, optaron por sentarse y dejarse llevar ayudadas por la fuerza de la
gravedad poco a poco hasta que llegaron abajo. Algunas quedaron con la parte trasera del pantalón hecho una
pena, pero llegaron a lo hondo indemnes y enteras.
El canal de aproximadamente un
metro de ancho por metro y medio de alto que arranca lógicamente de la misma presa de
donde tomaba el agua por la orilla izquierda, estaba seco. Nos metimos en él e iniciamos la
marcha. La fila al tener que ser de a
uno dentro del canal, era largísima. El canal proseguía por un lado del
barranco asentado en la ladera del monte a lo largo del serpenteante curso del río por un paraje de lo
más agreste. Allí la vegetación la constituye una flora variada y curiosa,
constituida entre otras especies por brezos rosa y blanco, madroños, durillos,
encinas, alcornoques y un esplendoroso bosque de ribera compuesto
principalmente por alisos y fresnos con algunos loros (laurel portugués) entre
ellos. Dentro del canal en el sustrato formado por el antiguo sedimento dejado
por la corriente de agua y el polvo que el viento ha ido depositando a lo largo
del tiempo, crecían algunas plantas típicas de las riveras de los ríos que no
dificultaban el paso. De vez en cuando había que saltar por encima de grandes
piedras que en otro tiempo habían sido colocadas para frenar el ímpetu de la
corriente a lo largo de la conducción.
Por esta inusual vía ahora
convertida en ruta para caminantes, anduvimos por espacio de hora y media hasta
llegar a la confluencia de un arroyo cuyo desnivel desde el fondo del barranco
lo salva el canal mediante unos arcos superpuestos a modo del acueducto de
Segovia en miniatura de unos diez metros de altura. En este punto paramos a
comer bajando al fondo del barranco por el que discurría un arroyo de aguas
cristalinas en donde llenamos nuestras cantimploras. La comida fue
breve, ya que comimos sólo un simple bocadillo. Después de esto, reanudamos la
marcha.
Llegamos al final del canal al
cabo de cuarenta minutos o así, y después de contemplar la estructura de
distribución del agua desandamos por el mismo canal unos metros para salir de
él y escalar una pendiente que nos llevó a una pista y, por ella, a las afueras del
pueblo de donde habíamos partido. El trayecto por el canal fue de siete
kilómetros. A todos nos pareció una experiencia bonita y abandonamos aquel
lugar con nostalgia y algo de pena. Nos habíamos encariñado con él.
Ya próximos al pueblo de Campillo
de Deleitosa la mayoría íbamos pensando en la comida, puesto que el simple
bocadillo que tomamos fue poca cosa; pero teniendo en cuenta que no había
restaurantes, según nos decían los guías,
nos conformábamos con un café y unas perrunillas. Una vez en las afueras
del pueblo preguntamos por el bar y nos dijeron que no había ninguno, pero que
si queríamos café, que fuésemos a la nave de los cazadores, que ellos estaban allí
y tenían una cafetera, y sin ningún inconveniente nos darían.
Preguntamos por la compañera
accidentada que se quedó en el pueblo al no poder caminar, y nos informaron que
había sido acogida por una familia que se la habían llevado a su casa y la
habían atendido maravillosamente; que había comido a la mesa con ellos como una
más de la familia y se lo había pasado muy bien en compañía. Después supimos
que la gente del pueblo al verla imposibilitada, querían todos llevársela a sus casas para acogerla
hasta que llegáramos nosotros.
Al entrar en la nave de los
cazadores, éstos, que serian unos cincuenta, se encontraban
sentados a las mesas donde habían comido
y estaban ya a los postres. Al vernos llegar se levantaron para atendernos;
nosotros les pedíamos café, y ellos sin hacernos preguntas, se metieron en la
cocina y empezaron a sacarnos comida; pan y vino primero, lo que a la mayoría
nos vino de perlas. Luego nos dieron fruta y después café, pastas y licores
Congeniamos con ellos y
resultaron ser una gente maravillosa. Nos contaron las vicisitudes de la alcaldía para atraer a
gente de fuera a vivir con ellos con el objeto de incrementar la población. Nos
dijeron que se sentían algo solos y abandonados por ser un pueblo pequeño, y
nos ofrecían terrenos muy baratos donde edificar para que nos hiciéramos
chalés. Nos contaron que vivían de la agricultura, del pastoreo y de los
empleos que algunos tenían en la central eléctrica de Almaraz y nos ponderaban
la exquisitez de sus quesos y la calidad de sus aceites de oliva.
Fue la filantropía de esta gente
lo que nos caló hondo, haciéndonos recapacitar
acerca de los valores y las pautas de convivencia de los que vivimos en las
ciudades, donde a menudo ni los vecinos de un mismo bloque de pisos se saludan
entre ellos. A nosotros, los amables habitantes de Campillo de
Deleitosa nos dieron aquella tarde una lección de humanidad.
Sobre las cinco y media, algo cansados de la caminata, nos subimos al autocar para emprender la
vuelta a casa. En el autobús nuestro estado de ánimo era bueno y alegre, como
el de un grupo de muchachos que vuelve de una excursión. Llegamos a casa con la
satisfacción de haber pasado un día magnífico que perdurará por siempre en el recuerdo.
*Antonio Rodríguez Muñoz es alumno de la UMEX
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