HISTORIA DE UNA TORMENTA DIABÓLICA
"Quise meterme entre dos peñas que había en la orilla y lo deseché porque no cabía, así que me senté en el suelo con la cabeza entre las piernas acurrucándome con mis brazos cuando empezaron a caer las primeras gotas que eran como granos de uva..."
"Lloré de miedo. Temblaba toda mi persona esperando en cualquier momento ser alcanzado por un rayo y en mi estado de infortunio y desesperación me encomendé a Dios..."
Por Antonio Rodríguez Muñoz*
Hay pocos espectáculos de los que se dan en la naturaleza tan sublimes y fastuosos como una tormenta de verano contemplada desde un lugar seguro, estando uno a buen recaudo y con la tranquilidad que da el sentir que, por más violenta que sea la obra de representación de esta clase de fenómenos y por más furia que desplieguen sus fuerzas desencadenadas, el hecho de sentirnos protegidos nos tranquiliza y nos predispone a percibir con todos nuestros sentidos la magnificencia del excelso acto.
Si el fenómeno se produce por la noche, entonces la obra adquiere una mayor dimensión de grandiosidad, propiciada por la propia luz del acontecimiento. Pero no puede a su vez existir nada tan espantoso, nada que nos acobarde más y que nos atenace de terror hasta el punto de quedar estáticamente como petrificados y paralizados por el miedo, que esa tormenta cuando sobreviene en lugar sin amparo, sin refugio donde guarecerse y a merced de los elementos desatados por encima de nuestras cabezas.
La memoria más clara para mí de esa clase de tormentas ocurrió de muchacho, estando yo en Cáceres, adonde mi familia se había mudado a vivir. Cáceres como todos los que han vivido allí saben, carece de ríos, arroyos y charcas cerca de la ciudad donde pescar, distinto de lo que ocurre en los alrededores de Badajoz, que hay que andar muy poco para ir de pesca. De modo que para un chaval acostumbrado a ir de vez en cuando a pescar, como era mi caso, resultaba algo difícil poder ir a echar la caña ni siquiera en un charco cerca de la capital. Era necesario desplazarse al río Salor, que queda algo lejos. En domingos y días festivos lo más corriente entonces eran los paseos por Cánovas los domingos por la mañana y el cine por las tardes que en Cáceres eran estupendos; muy bonitos y lujosos. Algunas veces nos aburríamos y yo echaba de menos la pesca desde que nos fuimos a vivir allí. Algunos hombres del vecindario me decían que a unos cinco kilómetros de Cáceres existía un río yendo por la carretera de Trujillo donde había buena pesca, y espoleado por las ganas, tenia yo el propósito de ir a ese sitio a ver que tal se me daba la cosa.
Frustrada excursión de pesca
Los inmensos llanos de Cáceres, sin ningún tipo de urbanizaciones en aquellos años, sin apenas casas de campo, podían ser avistados desde las alturas de la plaza de Italia, donde yo vivía. Desde allí, se podía divisar la extensa penillanura despoblada de árboles y a través del interminable páramo, en los claros días de invierno y destacando contra el azul impoluto de aquellos cielos, se podía contemplar la majestad de las cumbres nevadas de Gredos en reposo. ¡Qué delicioso panorama la visión de aquel placentero horizonte a los acordes de la campana de la torre del reloj! Aquella campana que me dio tantas horas. En esa estepa desértica se encontraba el río que me indicaban los mayores y una tarde de calor salí para allá con mi bote de lombrices, mi caña y mi bicicleta. Enseguida di con el río, que a mí me pareció un arroyo por lo pequeño, pero que formaba charcos de cierta consideración con sus superficies tapizadas de plantas acuáticas con flores blancas y llenos de ranas. Antes de llegar, aun a considerable distancia y sin el río a la vista, se podía deducir la cercanía del agua, por el concierto que estaban dando los batracios. Apenas me puse a pescar cuando por el horizonte distinguí un cielo oscuro, casi negro, que me produjo temor porque anunciaba algo más que lluvia. Continué con la pesca y unos minutos después oí el primer trueno. De repente todas las ranas dejaron de croar. Se hizo un silencio total solo interrumpido de vez en cuando por el ruido de la tormenta en la lejanía. A los veinte o treinta minutos el estruendo era ensordecedor. La tormenta se me venia encima por momentos. El cielo estaba oscuro con densos nubarrones que presagiaban lo peor. Empezó a soplar un fuerte viento que agitaba con violencia la vegetación de la orilla y que levantaba enormes nubes de polvo por la llanura. Era un horroroso temporal del noroeste que me llenó de espanto cuando percibí que lo tenía encima. Mi reacción inmediata fue guarecerme. Pero dónde, si todo estaba desierto.
Recuerdo que en mi estado de pánico el primer impulso que sentí fue meterme debajo de la bicicleta. Desistí porque inmediatamente comprendí mi locura. Luego quise meterme entre dos peñas que había en la orilla y también lo deseché porque no cabía, así que me senté en el suelo con la cabeza entre las piernas acurrucándome con mis brazos cuando empezaron a caer las primeras gotas que eran como granos de uva. Así, en esa postura, esperé a que la lluvia que azotaba todo mi cuerpo pasara. Lo más recio del aguacero no duró mucho: serian veinte minutos, pero se me hicieron eternos oyendo el intenso ruido de los truenos y empapándome la lluvia a chorros. Lloré de miedo. Temblaba toda mi persona esperando en cualquier momento ser alcanzado por un rayo y en mi estado de infortunio y desesperación me encomendé a Dios, a Santa María Virgen y a San Antonio. Así en ese estado de espanto soporté aquel infierno que al final fue perdiendo intensidad y poco a poco se fue alejando de mí. Cuando me vi indemne y solo mojado dejé de llorar, di gracias a Dios y ya fui tranquilizándome un poco, aunque no demasiado al comprender con horror que pudo haber ocurrido fácilmente una tragedia de haber sido golpeado por uno de los muchos rayos que cayeron cerca de donde yo estaba, pero gracias a la intervención divina, por un milagro de los cielos, se me permitió seguir vivo. Fue una de las experiencias más fuertes de toda mi vida, un recuerdo que indeleblemente me acompaña desde aquel día.
Después de la tormenta…
Siguió lloviendo durante un rato más, pero el chubasco no me era molesto. Después del terrible suplicio, aquellas gotas suaves me parecían una bendición, algo así como una caricia resbalando por mi rostro. Bastante calmado y sintiendo mi cuerpo con todos sus miembros intactos me fui reponiendo del susto poco a poco. A ratos pensaba en lo afortunado que había sido aquel día en que volví a nacer.
Ya la tempestad atronaba lejos, en dirección a Cáceres, cuando vi que el arroyo que había estado seco empezó a correr con una corriente de agua turbia. El viento se calmó, los nubarrones se fueron dispersando, el sol poco a poco fue apareciendo con suave luz por entre las nubes, y todo quedó en una dulce calma. El olor del aire era agradable y fresco. Yo, como el Ave Fénix resucitado de entre las cenizas, me encontraba más tranquilo y sosegado. Las ranas reanudaron su canto y la vida volvió a ser bonita.
Me quedé sin saber si en aquellos charcos había pesca porque no me dio tiempo de comprobarlo, ya que después de aquella aventura no me quedaron ganas de averiguaciones ni de seguir allí. Lo que hice fue quitarme la ropa, escurrirla y ponerla a secar al sol encima de las peñas de la orilla. Volví a sentarme desnudo en una piedra y esperé a que el sol que volvió a lucir con fuerza, hiciera su trabajo. Luego al cabo de una hora o así, con la ropa algo húmeda todavía, me vestí, cogí los trastos, monté en la bici y me di el bote de allí, camino de Cáceres.
Nunca más volví por aquel lugar. No por aversión, tampoco por temor
a lo que me había pasado, simplemente porque no hubo lugar, ya que
mi estancia en Cáceres fue corta.
Desde entonces consideré mágico aquel rincón y lejos de sentir antipatía por él, sigue acudiendo a mi memoria, y lo recuerdo siempre con cariño y nostalgia. Considerando el espíritu de las cosas, allí estará todavía la misma peña de la orilla que me vio
llorar de desesperación por la angustia de aquel momento, cuando me vi perdido, tal vez
esperando verme aparecer
para que yo
correspondiendo con un gesto de humildad
agradezca que su esencia mineral
rechazara los rayos aquella tarde alejándolos de mi.
Un año después de aquel suceso, nos volvimos a vivir a Badajoz. Desde entonces,
he vuelto muchas veces a Cáceres
que tiene para mí el influjo de un imán que me atrae con fuerza, pero nunca más volví tampoco a la plaza de Italia a contemplar las crestas
blancas de Gredos en la lejanía.
*Antonio Rodríguez Muñoz es alumno de 3º curso de la sede de Badajoz de la UMEX
Escrito por un gran lector.
ResponderEliminarAhora que la educación importa tan poco, el talento que se expresa en estas aportaciones, hace pensar en quienes fomentaron la lectura, los que contagiaron. Aquella materia prima está vigente aquí.
Según Borges "Un hombre es cualquier hombre" y este relato conversacional, por su poder evocador, nos recuerda a los que lo leemos (los otros "hombres")situaciones similares vividas desde la niñez, que nos han hecho ir produciendo durante toda la vida los mecanismos de supervivencia, esos que como al autor del texto nos llevaron a un desenlace triunfal porque todos los días sale el sol(Bongo Botrato, youtue)
Felicidades por semejante control (aunque pudiera parecer que expresa otra cosa) y por tanta competencia al escribirlo.
De Chony Rubio Muñoz