Descripción


Presentación de la revista digital de la Universidad de Mayores

Esta es la versión digital de la revista Aula Magna, una publicación que aprovecha las virtudes de las nuevas tecnologías –la inmediatez, el aumento de la capacidad, la continua renovación de contenidos… las posibilidades, en suma, de un formato no sujeto a las limitaciones del papel--, pero mantiene el mismo espíritu que ha animado a la revista Aula Magna desde sus inicios, hace una década: servir de vehículo de informaciones, de conocimientos, de contraste de pareceres, de la Universidad de Mayores de Extremadura (UMEX).

La versión digital de Aula Magna es una especie de plaza pública en la que será visible lo que merezca celebrarse o discutirse, lo que merezca conocerse más allá del aula, lo que importe a los integrantes de la UMEX tanto en su condición de estudiantes y como de ciudadanos, porque Aula Magna pretende reflejar la realidad de la UMEX, desde conferencias a lecciones magistrales; desde acontecimientos culturales, divulgativos o de ocio a crónicas de viajes de estudios, y de acoger cuantos asuntos sean de interés para los alumnos.

Cada persona matriculada en la Universidad de Mayores está llamada a participar en la elaboración de la revista digital. Todo el mundo puede aportar su experiencia, sus conocimientos y también sus críticas para difundir, con la mayor riqueza de contenidos posible, la realidad de la UMEX.

Los interesados en aportar ideas, elaborar contenidos, reflejar experiencias, pueden contactar con:

Antonio Tinoco: atinocoardila@gmail.com
Antonio Medina: casacastillo1@telefonica.net
Antonia Marcelo: a.marcelo.garcia@hotmail.es
José Manuel Cordero Paniagua: jomacorpa@hotmail.com
Ramón Brito: rabrigo@hotmail.com
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Antonio Rodríguez Muñoz: rodmunnio@hotmail.com
Antonia Gómez Serrano: pilargs57@gmail.com

lunes, 17 de marzo de 2014

EL ACIAGO EPISODIO DE DOÑA INÉS DE CASTRO








El aciago episodio de Doña Inés de

Castro



Por Antonio Rodríguez Muñoz



El año pasado, en Talleres de la UMEX iniciamos las clases de primer curso de lengua portuguesa con una joven profesora que con su profesionalidad y un alto sentido del trabajo bien hecho, pronto nos interesó a todos en la  materia que imparte. Durante los días que duró el curso no sólo nos enseñó el idioma, sino que también nos instruyó en su aspecto filológico,  así como en  nociones sobre cocina portuguesa y otras cuestiones inherentes al modo de vida y costumbres del país hermano. Este año en Talleres, hemos iniciado el segundo curso de portugués con la suerte de volverla a tener como profesora. Ella tiene la rara habilidad de seducirnos con el amor que pone en su labor. Se llama Susana Alves.Con ella hemos descubierto la gran utilidad del idioma portugués para la literatura y la poesía.
Un día la lección consistió en la lectura y después el comentario del trágico episodio de don Pedro de Portugal y doña Inés de Castro, y aquí pudimos conocer el apasionamiento que los portugueses sienten por este acontecimiento de la Historia. Ellos, que siempre mostraron cierta reticencia a las uniones matrimoniales de sus reyes con princesas españolas, -de ahí lo de: “de Espahna ni bom vento ni bom casamento”- sin embargo están encantados con esta unión entre el infante portugués y la noble dama de Castilla que dio lugar a uno de los más bellos y trágicos romances de la Baja Edad Media. Tuvimos la impresión de que todos ellos aman apasionadamente la figura de esta exquisita mujer, tal vez por encarnar con  su juventud y belleza al más genuino emblema de la inocencia,  a la vez que representar para el pueblo llano con el proceso llevado a cabo por su marido contra sus matadores, el más supremo acto de justicia  contra la omnipotente y odiosa nobleza de aquel tiempo. Y de esta observación, nació el propósito de escribir  sobre este trágico drama medieval como algo que puede ser de interés para los lectores de Aula Magna.

Inés en la casa del infante don Juan Manuel

Poco se conoce de doña Inés de Castro hasta que la hallamos en la casa de su allegado el infante don Juan Manuel.Viviría probablemente su infancia en Galicia, aunque no hay datos de su existencia hasta que la encontramos incorporada a la casa de este ilustre personaje.

Don Juan Manuel era de regia estirpe: nieto, sobrino y primo de reyes, bravo hombre de armas, intrigante político y excelente escritor que nos dejó una docena de libros –algunos perdidos- de gran valor, sobre todos ellos el titulado “Libro del Conde Lucanor”,que dio lugar  en Europa al nacimiento de la novela. En este libro, en el “Enxiemplo XLV” “De lo que aconteció a un mancebo el día que se casó”, hallamos  el relato que propició junto con el falso Quijote de Avellaneda los dos más famosos plagios de la literatura europea. La obra de don Juan Manuel fue plagiada tres siglos después de haberla escrito, nada menos que por Shakespeare que se sirvió de ella para escribir su obra “The Taming of the Shrew.” Este gran varón del medioevo reunía en su persona las condiciones más insignes para ser considerado como ejemplo de la  más alta valía  por concurrir en él las cualidades de bravo guerrero, varón de estirpe noble y  hombre de letras.

Al amparo y protección de tan magnánimo señor, creció y se educó doña Inés como dama de compañía de doña Constanza, hija de don Juan Manuel. Al lado de Constanza tuvo Inés la más exquisita educación para una dama noble de aquel tiempo. Junto a ella aprendió letras, música, labores,  el arte de la cetrería y todo lo propio para la formación de una dama destinada a ser un día la esposa de un alto varón.

Doña  Constanza, pieza clave en los manejos de su padre


Doña Constanza, como cualquier dama de su alcurnia, estaba sujeta a ser utilizada como otra pieza más que su  padre el infante  tuvo que mover en el tablero de los  manejos del tejer y destejer de la azarosa política entre los reinos peninsulares. En uno de esos acuerdos que hizo con el rey Alfonso XI, se concertaron las bodas de este rey con doña Constanza. El rey, antes de los esponsales, cambió de opinión y se prometió con una infanta portuguesa más ventajosa: doña María de Portugal. Pero don Juan Manuel no era hombre dispuesto a tragarse ese sapo y en el mismo tablero movió ficha y acordó las bodas de doña Constanza, esta vez con el infante don Pedro, hijo y heredero del rey Alfonso IV de Portugal, acuerdo muy ventajoso también para las maniobras de don Juan Manuel.

Doña Constanza, ante la perspectiva de verse sola en tierra extraña aunque fuese a ser un día soberana de ese reino, suplicó a Inés que no se separase de ella. Y un día emprendieron el viaje hacia tierras lusitanas desde el castillo de Peñafiel. A su llegada a Portugal, la comitiva castellana con doña Constanza a la cabeza y acompañada de su inseparable amiga, fue recibida por la nobleza portuguesa, liderada por el gallardo infante don Pedro.

En el mismo instante del encuentro, al infante le bastó una furtiva mirada para quedar hechizado, traspasado de amor por la mujer que el destino le había cruzado en su camino. Pero no fue por doña Constanza, fue la blancura de la tez de Inés, el rosa puro de sus mejillas, la nitidez de sus azules ojos, su exquisito talle, el suave gesto y su angélica apariencia lo que hizo que don Pedro sintiera todo su ser invadido por una fuerza subyugante en el más apasionado sentido, desde el momento del encuentro. A don Pedro la poderosa fuerza atractiva que Inés ejercía sobre él, le era incontrolable. Se sentía tan  cautivado que tuvo que hacer un terrible esfuerzo para no desatender a su prometida doña Constanza.

Dividido entre el amor y la obligada lealtad conyugal


 Don Pedro nunca apartó los ojos de doña Inés. Ella se sentía acosada por él. No sabemos cuánto tiempo duró este acoso ni cuánto la resistencia de ella. Don  Pedro era un hombre casado con la mujer a quien Inés debía lealtad y respeto. Inés se sintió perdida cuando el asedio de don Pedro arreció. Presentía su desgracia, y todo se le volvió crudo e inhumano; todo menos el amor que aquel hombre enajenado sentía por ella. O puede que se rindiera ante la inútil lucha contra aquella corriente impetuosa que ella también sentía. Hubo notas insistentes, complicidades de amigos, encuentros furtivos… hasta que un día por fin Inés fue más débil y don Pedro más atrevido y más loco. El caso fue que ella, aunque tal vez resistiéndose a aquel amor, se convirtió en amante de don Pedro. Por más que procuraron la clandestinidad de su amor, el secreto pronto llegó a oídos de doña Constanza. Ella, confiada o incrédula, tardó en aceptarlo. Quizá advirtiera la doble traición de su marido y su otrora fiel amiga, pero como la ascendencia de su noble sangre le dictaba, prudentemente calló, concibió y tuvo su primer hijo. Pero el niño murió a los pocos días.

Mientras tanto el amor indestructible de doña Inés y don Pedro seguía ardiendo en vivas llamas entregados el uno al otro abandonados a sus sentidos. Eso no impedía al infante cumplir con las obligaciones conyugales necesarias  con doña Constanza, y esta tuvo a su segundo hijo. Esta vez dio a luz a un sano varón que vivió, creció y llegó a ocupar el trono, pero la madre murió a resultas del parto sin haber perdonado ni tampoco haber reprochado nunca a Inés su traición.

Los juglares siempre fantasiosos y subliminales cantaron por todo el reino la pena del infante por la muerte de Constanza, pero no hay pena ni congoja por más honda que pueda ser que el tiempo no evapore; el dolor de don Pedro si es que lo hubo, no duró mucho. Acabados los duelos oficiales, don Pedro se llevó a Inés para ocultar su amor a un palacio en Coimbra y tomó la determinación de casarse con ella en secreto. Tan hondo era el amor que sentía por aquella deidad de dorados cabellos, que quería dotar a su amada de toda la autoridad que le permitiera  sentarla un día de su mano junto a él en el trono como reina de Portugal.

Los esponsales tuvieron lugar reservadamente  en Braganza ante un reducido grupo de amigos. Bendijo la unión el obispo de Guarda y quedaba así mediante este sacramento lavada la culpa, y consagrado un amor que no tuvo fin. Quedó sosegada Inés en el plácido letargo de su espíritu, como si su alma hubiese sido liberada de un infierno al que su otrora adúltera unión con don Pedro la había tenido sometida y en esa dulce calma se abandonó a sus ilusiones.

Proyecto de boda del rey Alfonso IV para el infante don Pedro con una infanta de Navarra

El rey don Alfonso IV, cargado de años, estaba obsesionado con la seguridad de la sucesión al trono, y un sólo heredero, el hijo de doña Constanza, no bastaba. En aquellos tiempos nada podía asegurar la vida de una criatura; cualquier mala influencia de un aire podía apagar una vida en sus tiernos comienzos como un soplo de viento apaga la llama de una vela. Y de esa preocupación del rey nació el pensamiento de un nuevo matrimonio para  don Pedro. El rey trató la boda de su hijo con una infanta de Navarra, doña Blanca; una firme baza para sus planes contra Castilla. Don Alfonso no era ignorante de que su hijo tenía en Coimbra a doña Inés, pero no sabía más, al fin y al cabo, a un futuro rey no le podían estorbar sus amantes, e ignorando el compromiso de Inés y Pedro continuó las negociaciones con Navarra.

Cuando doña Blanca llegó a Lisboa fue recibida con la ciudad engalanada para nuevas nupcias. El rey creyó lograda con éxito su jugada política, pero el infante rechazó la razón de estado de su padre y no hizo acto de presencia.  Sin dar la cara escurrió el bulto y pretextando tener otros asuntos abandonó la ciudad sin querer saber que aquellas fiestas eran las de sus propios esponsales. Doña Blanca, educada para soportar estos desaires y obedeciendo a razones políticas, soportó el menosprecio durante meses, hasta que su paciencia llegó al límite. Aún sabiendo que estaba forzada al servicio de supremos intereses, acabó quejándose al rey. Don Alfonso, apremiado por las quejas de la de Navarra, inquirió a su hijo y este no tuvo más remedio que confesar el capital impedimento de aquella boda: la suya con doña Inés.

La ira del rey


Alfonso montó en cólera, se sintió ultrajado pero en ningún modo vencido. El soberano pensó que lo de don Pedro y doña Inés podía arreglarse. Sería cuestión de tiempo, de poco tiempo, conseguir que el Papa invalidara ese matrimonio y se puso manos a la obra. Por de pronto mandó encerrar al obispo de Braga, ya que pensaba que la cabeza del prelado sería la garantía de todo éxito en esta maniobra. La infanta doña Blanca, a todo esto, se había vuelto a Navarra harta de tanto plantón.

El encierro del obispo de Braga no era muy seguro, ya que logró escapar y salir del reino camino de Roma, donde pensaba ante el mismo Pontífice confirmar la legalidad del enlace de los dos enamorados a la vez que denunciar al mismo Papa el sacrilegio de su prisión, las amenazas y el intento de asesinato por decisión del rey Alfonso. Este, ante la fallida artimaña de la anulación del matrimonio de su hijo, buscó por otros medios terminar con esa unión, y encontró el modo de hacerlo en el ofrecimiento de sus caballeros más próximos: Diego Lopes Pacheco,  Pedro Coelho y Alvar Gonzales, fueron llamados a consulta y los tres se ofrecieron al rey para la solución. Fugado el obispo y no pudiendo tomar represalias contra don Pedro, no había más que una víctima, esta no era otra que Inés y contra ella no cabían composturas, ni destierros, ni prisiones ni conventos. 

La tragedia de Inés


Los tres “caballeros” del rey, Coelho, Alvar Gonzales y Pacheco, muy dispuestos y determinados a brindar al rey la única solución posible, volvieron a ofrecerse, y bastó la inhibición del monarca diciendo: “en vosotros me salvo, Dios me salve” para dejarlos hacer. Les faltó tiempo para cabalgar hasta donde dormía Inés y traspasar con sus puñales aquel cuerpo de alabastro. Allí quedó Inés sin vida, desangrada por las innumerables heridas. El infante recibió la amarga noticia y corrió al encuentro de lo que quedaba de su idolatrada esposa. Don Pedro, abrazado al cuerpo inerte y frío de Inés, lloró de desesperación y, contemplándola con infinita ternura, juró ante Dios tomar venganza y coronarla un día Reina de Portugal.

El infante se alzó en armas contra su padre a quien consideró su peor enemigo, y cabalgando con tropas leales, desde el Miño avanzó hacia el sur. Tomó la ciudad de Oporto y al mando de sus tropas se dispuso después a tomar Lisboa. El Rey, ante el impetuoso avance de su hijo, vio todo el reino devastado, sus hombres  prisioneros, muertos o pasados al bando contrario y tuvo que pedir treguas. Poco después, el viejo Rey, agotado por tantas adversidades, murió. Pacheco, Alvar Gonzales y Coelho, quienes por la causa del rey habían vertido la sangre de la inocente Inés, viéndose sin la protección real y con sus propiedades asoladas por Pedro, huyeron a Castilla para salvar cuanto menos la vida.

El obispo de Braga había vuelto de Roma con una bula del Papa proclamando la legitimidad del matrimonio de Pedro e Inés. Cumplido este objetivo, el infante pasó al otro asunto todavía sin resolver: las cuentas pendientes con los asesinos de su diosa. Los tres vivían bajo la protección del rey de Castilla, Pedro I El Cruel – para otros El Justiciero-.  Ciertos miembros de la nobleza castellana, enemigos del rey Pedro I de Castilla que habían pedido asilo en Portugal, fueron reclamados por este al ya proclamado Rey de Portugal, también llamado Pedro I. Hubo negociaciones y el portugués consiguió el canje de los castellanos por los asesinos de su esposa. Perdió un hombre en el trueque, Pacheco, quien avisado a tiempo logró huir a Francia disfrazado de mendigo.

Ante la supervisión del Rey don Pedro se dio tormento a los dos reos, quienes confesaron haber matado a Inés por requerimiento del rey Alfonso. La sentencia fue terrible. En un patíbulo levantado en la plaza mayor de la localidad, para que nadie pudiera perderse el espectáculo, Pedro les hizo arrancar el corazón a ambos, a Coelho por el pecho y a Alvar Gonzales por la espalda. Luego sus cadáveres fueron quemados y sus cenizas dispersadas al viento.


La macabra ceremonia de la coronación


 Quedaba sólo un último trámite: el cumplimiento de la promesa hecha por Pedro ante el cadáver de Inés de ser coronada reina. Convocadas las Cortes, declaró el Rey su voluntad de que el cuerpo de Inés fuese sacado de su  tumba en el convento de Santa Clara, fuese vestido con galas de reina, fuese coronada y sentada en el trono junto a él. Y cuando hubieron colocado en el trono el putrefacto cuerpo, mandó a toda la Corte besar la descarnada mano de Inés en señal de acatamiento como soberana de Portugal. Después de cumplida esta obediencia, fue colocado el cadáver en una carroza real y llevado al monasterio de Alcobaça, acompañado de lo más granado de la nobleza, las damas vestidas de negro y los caballeros cubriendo sus cabezas con capuchón en señal de duelo, acompañando la comitiva cien mil hachas encendidas portadas por hombres del pueblo, a lo largo del camino.

Inés reposa desde entonces en el monasterio de Alcobaça, dentro de un prodigioso mausoleo esculpido en mármol por mandato de su esposo. Y allí esperó la llegada de su amado Pedro, donde otro fastuoso mausoleo le estaba esperando junto a ella.

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